Hoy no me importó. Ni el día, ni la gravedad de que no me importara su importancia.
Hoy no hallé nada en la gente. No me deslumbré con ninguna mirada, no encontré brillo ni ardí con el fuego en los ojos de absolutamente nadie. Todas las caras me parecieron rigurosamente idénticas, todos los labios igualmente vacíos de palabras y besos.
Hoy no me intereso conocer la historia de nadie, ni que ninguna persona me contara de su vida, ni que cosas le hacían feliz y cuales le asustaban.
No sentí las leyendas que dejan las huellas y las cicatrices de la gente que vive. No me pareció creíble que alguien pudiera tener cualquier tipo de proyecto o sueño, ni siquiera que pudiera soñar al dormir.
Hoy la música me pareció solo ruido, la poesía pura palabrería y el río otro mar.
Hoy no me acordé de las aventuras de mi abuelo, ni de mis casi 30 primos, ni de los ravioles los domingos en lo de mi abuela, ni de ir a pescar mojarritas y bagres con mi viejo y mis hermanos.
Hoy no detesté a la gente que toma el mate dulce ni envidié la suerte de los taxistas almorzando una bondiola en la costanera.
Me pareció, más que nunca, una perdida de tiempo apurarme por intentar cruzar de un tirón la 9 de julio para llegar a tiempo al trabajo, o mejor dicho, por el simple hecho de llegar, a cualquier lugar, a tiempo o a destiempo.
Encontré completamente inútil pensar que hoy, quizás, pudo haber sido ayer y que pudiese llegar a ser mañana alguna vez, o que acaso todos seamos parte de un sueño que otro está soñando a través nuestro, y que si nos despertáramos, se acabaría el mundo.
Hoy no hallé cobardía en la gente que impunemente se caga en los subtes y colectivos en horas pico, ni juzgué heroicos a los transatlánticos vendedores ambulantes de anillos y relojes.
Hoy Borges fue apenas un ciego, el Diego un drogadicto y Luca un tipo con dificultades para articular el castellano.
Hoy, lo admito, no alcé la plegaria en el cielo pidiendo que los Redondos se vuelvan a juntar y me pareció una estupidez la teoría de que si nos organizamos, cogemos todos.
Hoy, el día transcurrió sin pena ni gloria, y hubiese terminado como empezó, ahogándose en un vaso medio lleno/medio vacío, de no ser por la súbita irrupción de una imagen fundamental. Un recuerdo cuya potencia me sacudió el universo y me alegró esta jornada gris:
Corrían los 46 minutos del segundo tiempo. El arbitro había adicionado por suerte solo 2. Yo estaba ahí, en la siempre abarrotada cabecera, atrás de nuestro arco. Ya se terminaba, pero estaba que me comía los codos de los nervios. Íbamos ganando, sí, pero el partido hacía 10 minutos había entrado en la borágine del final y se nos venían, con el cuchillo entre los dientes, amenazando empatarnos en cualquier jugada. Los dos equipos habían agotado los cambios y ellos, que estaban peleando el descenso, atacaban con 5. Para colmo nosotros estábamos con uno menos. Podrán decir lo que quieran, pero uno no se acostumbra nunca a sufrir.
Lo cierto es que en el minuto final en un ataque impecable, el 18 de ellos la recibe casi en mitad de cancha y en un instante de lucidez (ya nos había vacunado un rato antes), se apila a dos y queda mano a mano con el arquero. Nuestro pibe, pobrecito, le sale a achicar como puede, pero el delantero de ellos estaba inspirado, le quiebra la cintura y lo deja pagando con un amague maradoneano. Ya cayéndose, el arquerito se le alcanza a desparramar encima, como tropezándose y queriendo taclearlo al mismo tiempo. Un desastre.
Fue penal de acá a la China, y encima expulsión. Imaginate! Sentí que me agarraba un ataque al corazón ahí mismo. Y ahora? Quién se iba a sacrificar? Quién se iba a comer la humillación de ir al arco y ser testigo privilegiado de cómo nos empataban el partido así, con un penal y en el último minuto? Entre el desconcierto, el griterío y las puteadas emerge la figura del Pulpo, y con la decisión de un dios encara para el arco.
A que no sabés que pasó?